-CRÓNICAS
VERANIEGAS-
ANZOBRE
ANZOBRE
(Artigo
publicado en El
Noroeste o
13
de xullo de 1902)
Naturaleza
femenina, llama un ilustre profesor á Galicia con sus valles, sus
prados y sus flores. Pero como por aquí hay de todo, masculina y muy
masculina es la Galicia que rodea al caserón de Anzobre, metido
entre montes salvajes y riscos que no han conocido más huella que la
del tojo que los alfombra, y orientado á un valle de oscuras
tonalidades y severo colorido á cuyo fin bate noche y día el mar,
el terrible mar de esta costa en cuya lista de víctimas hay estos
días un número más, ante la línea blanca de la playa de Barrañán,
más allá de la cual se ven desfilar como puntitos negros y blancos
vapores y barcos de vela.
La
casa está enclavada en el propio riñón de Galicia, en lo más
brumoso y abrupto de nuestras montañas, heridas de continuo por el
viento furioso que las impregna de aire de mar, como si hasta ellas
hubiesen llegado las olas en una tempestad monstruosa, y entre pinos
de obscura y quejumbrosa copa y esbelto y afilado tronco, como los de
los árboles de Rusiñol.
Y
quizá por eso mismo es más grata la impresión de quien á ella
llega, después de llenar sus ojos con la amarga impresión de un
país tristísimo, de trágica y doliente belleza, que trae al
pensamiento la Bretaña sombría de las narraciones de Barbey
d´Aurevilly y produce en el ánimo una sensación deprimente, cuando
después de subir y bajar las incesantes y empinadas cuestas del
endiablado camino, se vé de repente en medio de los árboles, de las
flores, de los maizales y los prados alegres de Anzobre, que se
presentan á su vista con toda la atractiva delicia de un oasis
plácido y alegre en medio de un árido desierto.
Allí
se alza la hermosa casa, que bien pudiera llamarse palacio, sobre
todo hoy que tanto se prodiga el vocablo, á cuyo frente surge en
primer término, como avanzada, el edificio de la capilla, en cuya
fachada campea sobre la puerta y bajo la cruz el antiguo é
historiado escudo de la casa de Gimonde, y a uno de cuyos flancos
está adosada la torre, de clásico y sobrio estilo y de marcado
carácter y sabor que de ella recibe toda la residencia.
En
esa casa y en esa torre vivió con preferencia aquel hombre
inolvidable para cuantos fueron sus amigos, de leal corazón,
clarísimo entendimiento y esforzado carácter, cuya influencia
potísica entre nosotros fué un tiempo tan grande, cuyo prestigio
intelectual tan considerable, que aun hoy, después que han pasado
varios años desde su muerte, nadie ha dejado borrarse de la
imaginación su nombre.
Luciano
Puga tenía en esa casa todos sus amores. Era el rincón grato y
placentero donde escondía sus dichas íntimas, sus alegrías
domésticas, empañadas habitualmente por esa fatigosa notoriedad de
los hombres políticos; era el refugio seguro y consolador para las
heridas ganadas en la áspera y encarnizada lucha; era el sanatorio
donde reponía las perdidas fuerzas, dando sosiego al espíritu y
oxígeno á la sangre.
Por
eso para cuantos allí le conocimos está Anzobre lleno de sombras y
recuerdos que hacen de la hermosa posesión un lugar del pasado
aparte del grato lugar que es del presente. Parece como si entre los
árboles del parque, ó ante los basudores de la amplísima galería,
fuésemos á encontrar de nuevo al maestro y al amigo, con la sagaz
sonrisa en los labios, pronto al dicho ingenioso y salado, á la
reflexión discretísima, al arranque generoso y gallardo; como si
fuesen á parar por allí aquella santa que fué su esposa, cuyas
coronas mortuorias llenan la capilla; y aquel ángel de gracia, de
inteligencia y de dulzura, flor suprema de aquella naturaleza pura y
hermosa, que vivió entre aquellos riscos y que entre ellos pasó su
luna de miel, fugaz como un sueño, para ir demasiado pronto á
recobrar su puesto en el cielo: la María Puga que tanto quisieron
cuantos la conocieron y que dejó en la tierra una estela de luz y de
belleza.
Eso
recordamos con triste memoria al pensar en aquella familia disuelta
rápidamente, como herida por el rayo, y reducida hoy al propietario
actual de la posesión, á nuestro querido compañero y amigo Manolo
Puga, que en ella conserva vivo el culto al castellano del pasado,
mientras educa y prepara para la vida al castellano del porvenir, un
rapaz de ojos negros, listo y avispado, que juega al lado de las
faldas de su buenísima y simpática madre, la señora de la casa.
Y
entre árboles y flores, en pleno monte, viven nuestro amigo y los
suyos, al abrir sobre aquellos campos las ventanas de las amplias
estancias. Y no sólo entre árboles y flores, sino entre objetos de
arte muy vanosos y preciados, que decoran los salones de la antigua
vivienda y hacen de la torre, especialmente, un museo escogidísimo
de arte refinado.
Los
cuadros hermosísimos, los mosaicos admirables, los tallados arcones,
los bargueños de finísima labor, las altas sillas de auténtico
cuero de Córdoba donde sobre fondo rojo campean de relieve los más
caprichosos dibujos, la labrada cama, todo en fin cuanto forma el
decorado de aquella espaciosa estancia, es un conjunto ordenado y
armónico de verdaderas obras de arte.
Por
eso se hermanan en Anzobre lo pasado y lo presente en perfecta
unidad; y así como el efecto y la consideración á los vivos nos
lleva de la mano á venerar la memoria de los muertos queridos, así
también la admiración de aquel mundo misterioso y expresivo del
arte antiguo, allí tan bien representado, nos hace apreciar después
doblemente la eterna, la invariable y siempre joven hermosura de la
naturaleza, que en todo el apogeo de su salvaje poderío circunda la
casa, y aspirar ávida y codiciosamente el aire vivo y puro de las
austeras montañas vecinas, entre cuyas pardas laderas parecen
resonar los ecos de aquellas melodías típicas y primitivas que
cantaba tan adorablemente la dulce María Puga.
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