venres, 5 de xullo de 2019

O PINTOR MANUEL ABELENDA E A PARROQUIA DE ARMENTÓN

Fillo dunha familia proletaria que, como case todas as da época, era moi numerosa, Manuel Abelenda Zapata nace na Coruña o 2 de novembro de 1889, na casa número 10 do popular barrio de Santa Margarida. Os seus proxenitores, naturais do concello de Carral, chegaran á cidade herculina na procura dunha situación máis próspera que a que gozaban no medio rural do que procedían. Seu pai Manuel Abelenda Incógnito, que naquel intre tiña 26 anos, exercía a profesión de quincalleiro, e súa nai María Zapata Amaro, cinco anos maior que o seu home, traballaba na fábrica de tabacos. Manuel tería uns quince irmáns, aínda que a maior parte non sobreviviron ás enfermidades que decimaban a poboación infantil de aqueles días.

Neste ambiente familiar tan humilde, o noso protagonista demostraría a súa afección polo debuxo sendo aínda un cativo pois, segundo contaban os seus compañeiros, ao saír da escola dedicaba a esta actividade todos os momentos que podía.

Manuel Abelenda (Arquivo familia Abelenda)
Cando tiña catorce anos, despois de facer os estudos primarios, Manuel entra a traballar no taller de fotogravado de Pedro Ferrer, o máis importante fotógrafo da cidade da Coruña durante o primeiro terzo do século vinte. Entre 1903 e 1908 o futuro pintor asiste polas noites á materia de debuxo artístico na Escola de Artes e Oficios da súa cidade natal, na que pronto destaca e obtén os modestos premios da época.

Cun complemento económico concedido polo Concello da Coruña e máis a Deputación Provincial, en 1909 viaxa a Madrid, onde se integra nos ensinos do Círculo de Bellas Artes. Abelenda completaría posteriormente, como bolseiro da Deputación, a súa formación na Academia de España en Roma. No mes de xaneiro de 1914 admíteno como membro da Assoziacione Artística Internazionale da capital italiana mais, a guerra europea e a carestía da vida faría que a estadía prevista de catro anos en Italia se vira reducida a só oito meses e voltaría a súa cidade natal nese ano 14.

Vendo o seu progreso, o Concello da Coruña continuaría apoiando economicamente ao artista coruñés para que completase a súa formación. No orzamento de 1916, aprobado pola corporación herculina o 15 de decembro de 1915, hai unha partida de 1.250 pesetas que é xustificada polos “indiscutibles adelantos y merecimientos que le hacen acreedor a un más decidido apoyo”.

Cadro de Picadillo da autoría do pintor Manuel Abelenda (Concello da Coruña)
Naquela altura Manuel Puga Parga, o popular Picadillo, era o alcalde da Coruña, cargo que ostentaba dende o 13 de outubro dese ano de 1915 e que tan só ocuparía un par de meses. Pintor e alcalde fraguarían unha boa amistade por aqueles días, feito que daría pé a que Abelenda se convertera nun dos hóspedes habituais do Pazo de Anzobre, a residencia estival de Picadillo, que voltaría a ser alcalde herculino en 1917 e a quen Abelenda retrataría nun dos seus óleos.

Nalgunhas das súas publicacións, neste caso en Mi historia política, Manolo Puga fai alusión ao pintor cando acude ao Pazo á festa do San Pedro de 1917… “A los lados de los coches se barajaban las gentes aldeanas, y cerraban la comitiva Abelenda el pintor y Deibe el tallista, armados de gaita y tamboril, en los que ejecutaban de una manera portentosa muiñeiras y alboradas”.

"Festeiros". Óleo de Manuel Abelenda

Picadillo falecería o 30 de setembro de 1918, mais a relación de Abelenda con Armentón continuaría durante certo tempo, pois as súas xentes e os seus lugares serían fonte de inspiración dos seus óleos, obras que nalgúns casos empezaran a dar voltas no seu maxín con Picadillo aínda vivo. Nun artigo publicado no xornal El Orzán o 16 de agosto de 1918 (tan só unhas semanas antes do seu falecemento) titulado “En la paz aldeana. El pintor Abelenda”, Manolo Puga fai gala da amistade co pintor e cóntanos o seguinte:

EN LA PAZ ALDEANA. EL PINTOR ABELENDA

Acababa de comer. Había encendido el indispensable cigarrillo y esperaba pacientemente a que una “solterona” dejase filtrar las últimas gotas de café. El sol caía a plomo sobre el valle y hasta mí llegaba como única muestra de algo viviente el trepidar de un motor de gasolina destartalado arrastrando pesadamente por la carretera general entre densas nubes de polvo la mole de un coche de viajeros, y el acompasado ruido de los látigos trilladores cayendo sobre los haces de trigo tendidos en las eras cercanas.
Ni otro grito, ni otro comentario, ni el estridente chirriar de un carro, ni el canto de un pájaro. Es el mediodía, hora en que la actividad humana cede su puesto al silencio y a la quietud; momento en que el trabajador descansa de su trabajo cotidiano, en que el buey deja de comer para rumiar soñoliento tendido en el establo, en que el pájaro se embola cobijado por las hojas de los árboles.
Es toda la Naturaleza que descansa, y un ruido cualquiera, un algo que no sea esa absoluta quietud y esa tranquilidad absoluta es una nota que desentona. Por eso nos sorprende el motor que arrastra pesadamente el coche por la carretera y el golpear de esos maderos en los atados de trigo rompiendo la paz y el silencio que nos envuelve.
Un grito próximo acaba de dejarse oír. La Pepa, mi perrita Fox, que duerme a mis pies enroscada, yergue la cabeza y ventea hacia la puerta de entrada con una oreja enhiesta y un gesto mal reprimido de desconfianza.
¡Eh, maestro, aquí estoy!
Pepa, ya fuera de dudas, se precipita al recibimiento, aturdiéndonos con sus ladridos. Momentos después entra en el comedor un criado, portando lienzos, bastidores y caballetes y detrás la simpática figura del pintor Abelenda en el pie de cobrarse una deuda contraída por mí hace ya bastantes meses.
Yo le debo a Abelenda un viejo petrucio gallego de largas guedejas, de chambra amarilla, de cañotero de metal dorado y de navaja de cabo de boj sujeta al “chaleque” con una fuerte cadena de hierro oxidado; yo le debo a Abelenda una vieja cuentera con pañuelo de flores al cuello y falda de estameña y mandil de cuadros y un pañuelo de lana de fondo carminoso envolviéndole la cabeza; y una chica de cara simpática, de bata remendada, de pañuelo blanco y con unas alpargatas raídas y un chiquillo con la cara sucia y la boina rota y un pantalón heredado de diez generaciones y unos “zocos” que pesan seis veces el peso del dueño, y una cocina de “lareira” baja y sin chimenea, con pote y con cuncas y barreños de barro y calderos de cobre y abundancia de tojo que arde y un gato esmirriado y ceniciento que ni maya ni come ni coge ratones, pero que duerme siempre al amor de una piedra caldeada, y un perro castaño que mira sin nobleza y cuando puede y le dejan muerde a traición.
Y también le debo una buena dosis de árboles, de lejanías, de prados verdes, de casitas ruinosas, de ríos en cuyas laderas crecen los álamos y los avellanos y un buen cacho de mar encabritada y otro cacho nada despreciable de cielo azul y una colección de amaneceres y puestas de sol.
Pues bien: mi hombre viene a cobrarse y por eso profana con su grito la estupenda tranquilidad de aquella hora de no hacer nada.
Embutido en una blusa que en otros tiempos fue de crudillo y que hoy es de toda clase de colores, campa por sus respetos esclavo de sus modelos, y poco a poco van apareciendo en el lienzo el Tonecho, América de Abeleira, Santiaguiño de Mariano, la tía Manuela del crucero, el Pichón con su cara de mordedor, el pote, las cuncas y todos los demás trebejos que componen su cuadro admirable.
¡Ai, recodio, o tío Tonecho! ¡Está bien! ¿E aquela non é a filla de Mariano? ¡Mesmo está cospida! Y a ese tenor van opinando las gentes que desfilan ante el lienzo en los momentos de la mañana que Abelenda consagra a este cuadro que a mi juicio habrá de resultar una verdadera obra de arte.
Las tardes las dedica el pintor a hacer paisaje y el hombre va tomando para esto todos esos elementos que formaban parte de la deuda contraída por mí. Hay un monte poblado de pinos en la lejanía; una serie de planicies sembradas a maíz. Los verdes intensos de los zarzales separándolas y el rojo apagado de los tejados y las manchas blancas de las chimeneas dejando salir esos humos que velan de un azul diáfano la casi totalidad de los cuadros de este gran pintor de nuestra tierra. (A estas horas está en la cama y por eso me permito echarle todos estos piropos)
Las gentes de este país se han resistido siempre a servir de modelo, pero Abelenda se las ha arreglado de manera que yo tengo la seguridad de que hoy no se niega nadie a colocarse ante un lienzo.
Bien es verdad que tiene una colección de cuentos y una serie de cantares que causan efectos de sugestión y con eso y unas imitaciones de muerte de cerdo, canto de grillo, ladrar de can y el empleo siempre oportuno del patacón y del pitillo, amén de algún juego de manos y algún “aturuxo” cuando se tercia, marcha el hombre solo como las propias rosas y ya se tiene dado el raro caso de buscar a Abelenda para desayunarse y encontrarlo en casa de cualquier tía “Maruxa” o de cualquier tía “Pepa” comiéndose una cunca de papas con “leite da vaca” o atizándose un cacho de tocino con pan de borona desmigajado y comparecer después todo sonriente refiriéndonos la hazaña.
Porque eso sí, buen humor lo tiene y si no lo tiene lo aparenta y esto como comprenderéis es el colmo de ser artista.
Picadillo


Pazo de Anzobre, Agosto de 1918.

"Cociña galega" (Colección de Arte ABANCA)

En 1923, cinco anos despois do falecemento do seu prezado amigo Picadillo, Manuel Abelenda casa con Obdulia Freire Mariñas, unha moza de Perillo (Oleiros), onde fixará a súa residencia ata o momento da súa morte. Do matrimonio nacerían catro fillos: Obdulia, Manuel, Leonardo e Manuela.

A partir deses anos vinte, Abelenda realiza numerosas exposicións en cidades galegas (A Coruña, Vigo, Ferrol, Santiago etc.), Madrid e Barcelona, sendo considerado pola crítica da época un dos primeiros intérpretes da paisaxe galega, paisaxe na que a parroquia de Armentón ten certo protagonismo con cadros como “Anzobre”, óleo de 1925 que estivo presente nas exposicións de Baiona e Vigo en 1927 e nas de Pontevedra e Vigo de 1933 e que, a día de hoxe, descoñecemos o seu paradoiro.

Nesa época, en 1930, viaxa novamente cunha bolsa da Deputación da Coruña a Italia, Suiza, Bélxica e Francia, unha experiencia da que daría conta en artigos publicados en La Voz de Galicia e en conferencias en varios centros docentes.

Uns anos máis tarde, en 1936, un incendio acontecido no Pazo de Piñeiro, propiedade do pai de José Manuel Otero Castro Figueroa -ao que retratou- e residencia de Abelenda entre 1915 e 1918, destruiría o edificio por completo levando por diante varias obras do artista coruñés que eran exemplos interesantes das primeiras paisaxes que realizara unha vez rematada a súa formación académica.

Abelenda nunha das súas exposicións (Fundación Barrié)
A Guerra Civil sorpréndeo en Madrid, onde o noso protagonista se atopaba opositando a unha cátedra de profesor de debuxo. Permanecería alí ata 1939, data na que regresa á Coruña. Nos primeiros anos da posguerra Abelenda continuaría participando con éxito en diferentes exposicións (Vigo, 1940; Madrid, 1941; Barcelona, 1942; Oporto, 1942; Bilbao, 1945 etc.) e recibe a terceira medalla na Exposición Nacional de Belas Artes de 1943, polo seu cadro Mañana de octubre desde mi estudio. Nesa época tamén é nomeado académico de número da Academia Provincial de Belas Artes da Coruña (1941) e académico correspondente da Real Academia Galega (1946).

Abelenda falecería repentinamente en 1957 na súa casa de Perillo (Oleiros). Apegado á paisaxe da súa terra, que ao longo da súa carreira artística interpretou con modos técnicos emparentados co impresionismo e cun sentimento lírico intimista, de raíz literaria, a súa obra móstrase en museos de Europa e América, así como no de Arte Moderna de Madrid e nos da súa amada terra galega.

 FONTES:

-FUNDACIÓN PEDRO BARRIÉ DE LA MAZA. Manuel Abelenda. "Catalogación Arqueólogica y Artística de Galicia" del Museo de Pontevedra. Comisario: Adolfo de Abel Vilela. Maio-Xullo 1998.
-MACEIRAS RODRÍGUEZ, XABIER. Antoloxía das Confidencias de Picadillo. Autoedición, 2018.  

Ningún comentario:

Publicar un comentario