venres, 15 de xuño de 2018

CRÓNICAS DE ANZOBRE

VIDA GALLEGA: ILUSTRACIÓN REGIONAL (ANO X, VOLUMEN VI, NÚMERO 113), 15 DE SETEMBRO DE 1918:


Los eidos de Anzobre. Por el camino abrupto

     El sol implacable del mediodía cae á plomo sobre la carretera, ese camino hosco, polvoriento y sin la sombra de un árbol, que se pierde en las montañas de la costa, hácia Carballo. Los caballos arrastran el coche cansinamente, agobiados por el sopor de la hora, y de cuando en cuando un perro ladrador salta enfurecido junto á las ruedas.

     Germán Taibo, el pintor coruñés educado en los estudios de Roma y París y vuelto á la tierra natal después de largos años de ausencia, mira en silencio á los lados de la carretera, un poco sorprendido de la abrupta rudeza del paisaje tan opuesta á la apacible belleza de esos otros caminos que arrancan de la ciudad y serpean entre las frondas de Oleiros, el Burgo, Cambre, Abegondo ó los fértiles valles de Culleredo y de Barcia. Todo es duro y recio, por esta parte. La clara luz de los días de Julio no hace sino poner de relieve cada detalle del paisaje que tiene toda su fiera expresión entre las brumas invernales, cuando el fragor del oleaje cabalga en las alas del huracán.

     Unicamente, á la manera de un óasis, surge la breve y pintoresca lozanía de Pastoriza, con su santuario secular y su montaña que la imagen de piedra hace litúrgica, y más lejos la iniciación de los campos bergantiñanos, en el fondo de los cuales se abre á veces la oscura cadena de montañas para mostrar la maravilla azul coronada de espuma de la legendaria costa de la muerte.

     Frente á nosotros madame Taibo, recogida y sonriente, acaricia los cabellos de su hijita.  

Nido de águilas

     Al salir de Arteijo y remontada una larga cuesta, desde lo alto de una colina se ven ya los eidos de Anzobre. El pazo, sobre una loma, en el centro del valle, es un nido de águilas escondido entre la fronda intrincada de los castaños y los pinos.
 
Imaxe antiga do pazo de Anzobre
     Mientras el carricoche corre ahora por la hondonada á la sombra de los carballos, nos parece que muy pronto, á un lado y otro del camino, van á saludarnos los ganfaloneros del señor. Bien pudieran hallarse apoyados en el férreo mandoble, calado el yelmo, noble el ademán, los caballerescos hidalgos de la tradición evocados por Viceto: Sancho de Remesar, el fiero; Rodrigo de Canaval, el rebelde; el apuesto y donjuanesco de Tor; Amaro de Vilamelle, el amoroso; Alfonso de Doade, el romántico...La leyenda toda, y para armonía suya, en el ledo suspirar de la brisa que comba la cabellera dorada de los trigos, una estrofa, la más dulce, del triste poeta de Herbón.

      Al final de la Avenida, al pie de la gradería del pazo, los señores de Anzobre esperan a sus invitados, y entonces, al saltar del coche, toda la magnificencia del paisaje se muestra á los ojos curiosos y admirados que la ven por primera vez.

     Desde la encristalada galería que parece prendida en el aire sobre los limoneros del jardín, aparece el valle tendido como un tapiz hasta el mar. Y los hórreos son -según frase del señor- como nidos ocultos entre los brezos.

     Todo es bellamente paradójico en la noble casona: la sonrisa afable de los dueños junto á la fiereza hidalga del paraje; los escudos heráldicos tallados en la piedra, y al lado las cómodas y modernas galerías de cristales; los muebles antiguos y las lacas maravillosas en torno á la mesa de billar; los cuadros firmados con nombre ya célebres, junto al arbitrario y caprichoso decorado con que algún visitante, más irónico que artista, quiso dejar el recuerdo de su permanencia en el pazo.

     En este ambiente adquiere vida real la novela del prócer. Aquí jugaban al tresillo el señor y los abades de Lañas y Armentón; allá, detrás de quel soto, vive Mingos de Abeleira; por aquel portillo entraba en el pazo la recia figura de Loureiro; en este pasadizo surgía en las noches estrelladas la traza misteriosa y amedrantadora de Cambón.

     El olor de los limoneros entra por las ventanas e invade la casa.

La obra más bella

     Al entrar en el comedor, sentimos una emoción casi religiosa. Don Manuel María Puga y Parga, el castellano de Anzobre, opulento y magnífico, ha cedido el puesto al maestro Picadillo, el hombre de la profunda sabiduría gastronómica. Nosotros somos gente modesta; hemos comido alguna vez en un hotel de fama; alguna otra nos sentamos á la mesa de un prócer, del personaje político, del artista o del literato á quien sus amigos expresaban su admiración comiendo bien; pero siempre tuvimos una idea como de un sueño de las comidas imaginadas por Brillat Savarin y sus émulos. Nos sentimos turbados ante la mesa del autor de "La Cocina Práctica" y á medida que van desfilando los platos, crece nuestra admiración para este hombre que en forma tal conoce todos los secretos del sibaritismo. No hay en nosotros una sola fibra que no vibre en una sinfonía de todos los sabores agradables.

     Unicamento Gonzalo Abello, el discípulo predilecto del anfitrión, no se sorprende de nada, porque para él -¡oh favorecidos por los dioses!- este fausto gastronómico es habitual. Con la misma delectación traza una punzante caricatura que prepara una crema helada.

     Y comiendo así, de esta manera escogida y delicada, parece complementaria la conversación sobre las cosas superiores. La emoción nacida de un cuadro de Taibo, por ejemplo, ganaría en intensidad cerca del pavo dorado que nos sirven, decorado por el rutilar del vino de Málaga que da á las copas apariencias de gemas enormes. Hablamos, pues, de los cuadros del artista, de sus luchas, de sus éxitos, de su labor futura. Pero la más bella obra de Taibo no está en su estudio de París ni figuró en la exposición tan alabada por los inteligentes cortesanos.

     La obra más perfecta, la más bella, está frente á nosotros. Se llama Raymonde, tiene seis años, el cabello rubio y los ojos serenos y dulces del color de los lagos bajo los sauces. La niña es semejante á una muñeca extraordinaria con ademanes de persona mayor de una encantadora precocidad. Se ha puesto una dalia en el hombro y aunque apenas entiende nuestro francés de bachiller aprovechado, sonríe amablemente perdonando la torpeza y agradeciendo el esfuerzo de quien intenta hacerse comprender. Y al fin, toda la admiración de los comensales es para la pequeña gallega nacida en París, á quien los alemanes tuvieron unos días prisionera en las orillas del Marne.

Gran señor

     Henos ya de nuevo en el coche, en el retorno hácia la urbe. La tarde se adormece en la selva y sobre la montaña se asoma la luna para bañar en su luz á las ninfas del bosque que los faunos persiguen embriagados por el perfume de las zarzas en flor.
Imaxe de Manuel Barbeito Herrera, o autor deste artigo

     Sentimos, gran señor, que el espíritu quedóse prendido en la red sutil que las hadas benéficas tendieron de árbol á árbol en torno al pazo montañés. Debiéramos renunciar á todo bien, seguros de no hallar otro mayor, y permanecer ya siempre aquí, entre las montañas empenachadas por el verdor de los pinos, sumidos y ocultos en la maravilla de la umbría.

     Porque prendió en nuestro corazón la mansedumbre de los sanos de pensamiento. Porque aquí no puede llegar la falsa alegría de la ciudad, con sus ansias, sus pasiones y su hálito mefítico. Porque á la luz de la luna nos habló el hada madrina de nuestra infancia. Porque aquí, noble hidalgo, no hay periódicos, ni luz eléctrica, ni cuellos endurecidos por el almidón, ni automóviles estrepitosos, ni trenes horripilantes y febriles.

     A esta hora, el abad de Lañas y el abad de Armentón dejarían el breviario para dedicarse al placer del tresillo y acaso Pepa, la perra inquieta y minúscula que vigila los salones del pazo, ladraría á la sombra de Cambón, parado y espectante junto á la cancela.

M. BARBEITO Y HERRERA.

La Coruña, Agosto 918.

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