Los eidos de Anzobre. Por el camino abrupto
El sol implacable del mediodía cae á plomo sobre la carretera, ese
camino hosco, polvoriento y sin la sombra de un árbol, que se pierde en
las montañas de la costa, hácia Carballo. Los caballos arrastran el
coche cansinamente, agobiados por el sopor de la hora, y de cuando en
cuando un perro ladrador salta enfurecido junto á las ruedas.
Germán
Taibo, el pintor coruñés educado en los estudios de Roma y París y
vuelto á la tierra natal después de largos años de ausencia, mira en
silencio á los lados de la carretera, un poco sorprendido de la abrupta
rudeza del paisaje tan opuesta á la apacible belleza de esos otros
caminos que arrancan de la ciudad y serpean entre las frondas de
Oleiros, el Burgo, Cambre, Abegondo ó los fértiles valles de Culleredo y
de Barcia. Todo es duro y recio, por esta parte. La clara luz de los
días de Julio no hace sino poner de relieve cada detalle del paisaje que
tiene toda su fiera expresión entre las brumas invernales, cuando el
fragor del oleaje cabalga en las alas del huracán.
Unicamente, á la manera de un óasis, surge la breve y pintoresca
lozanía de Pastoriza, con su santuario secular y su montaña que la
imagen de piedra hace litúrgica, y más lejos la iniciación de los campos
bergantiñanos, en el fondo de los cuales se abre á veces la oscura
cadena de montañas para mostrar la maravilla azul coronada de espuma de
la legendaria costa de la muerte.
Frente á nosotros madame Taibo, recogida y sonriente, acaricia los cabellos de su hijita.
Nido de águilas
Al salir de Arteijo y remontada una larga cuesta, desde lo alto de
una colina se ven ya los eidos de Anzobre. El pazo, sobre una loma, en
el centro del valle, es un nido de águilas escondido entre la fronda
intrincada de los castaños y los pinos.
Mientras el carricoche corre ahora por la
hondonada á la sombra de los carballos, nos parece que muy pronto, á un
lado y otro del camino, van á saludarnos los ganfaloneros del señor.
Bien pudieran hallarse apoyados en el férreo mandoble, calado el yelmo,
noble el ademán, los caballerescos hidalgos de la tradición evocados por
Viceto: Sancho de Remesar, el fiero; Rodrigo de Canaval, el rebelde; el
apuesto y donjuanesco de Tor; Amaro de Vilamelle, el amoroso; Alfonso
de Doade, el romántico...La leyenda toda, y para armonía suya, en el
ledo suspirar de la brisa que comba la cabellera dorada de los trigos,
una estrofa, la más dulce, del triste poeta de Herbón.
Imaxe antiga do pazo de Anzobre |
Al final de la Avenida, al pie de la gradería del pazo, los señores de
Anzobre esperan a sus invitados, y entonces, al saltar del coche, toda
la magnificencia del paisaje se muestra á los ojos curiosos y admirados
que la ven por primera vez.
Desde la encristalada galería que parece prendida en el aire sobre los
limoneros del jardín, aparece el valle tendido como un tapiz hasta el
mar. Y los hórreos son -según frase del señor- como nidos ocultos entre
los brezos.
Todo es bellamente paradójico en la noble casona: la sonrisa afable de
los dueños junto á la fiereza hidalga del paraje; los escudos heráldicos
tallados en la piedra, y al lado las cómodas y modernas galerías de
cristales; los muebles antiguos y las lacas maravillosas en torno á la
mesa de billar; los cuadros firmados con nombre ya célebres, junto al
arbitrario y caprichoso decorado con que algún visitante, más irónico
que artista, quiso dejar el recuerdo de su permanencia en el pazo.
En este ambiente adquiere vida real la novela del prócer. Aquí jugaban
al tresillo el señor y los abades de Lañas y Armentón; allá, detrás de
quel soto, vive Mingos de Abeleira; por aquel portillo entraba en el
pazo la recia figura de Loureiro; en este pasadizo surgía en las noches
estrelladas la traza misteriosa y amedrantadora de Cambón.
El olor de los limoneros entra por las ventanas e invade la casa.
La obra más bella
Al entrar en el comedor, sentimos una emoción casi religiosa. Don
Manuel María Puga y Parga, el castellano de Anzobre, opulento y
magnífico, ha cedido el puesto al maestro Picadillo, el hombre de la
profunda sabiduría gastronómica. Nosotros somos gente modesta; hemos
comido alguna vez en un hotel de fama; alguna otra nos sentamos á la
mesa de un prócer, del personaje político, del artista o del literato á
quien sus amigos expresaban su admiración comiendo bien; pero siempre
tuvimos una idea como de un sueño de las comidas imaginadas por Brillat
Savarin y sus émulos. Nos sentimos turbados ante la mesa del autor de
"La Cocina Práctica" y á medida que van desfilando los platos, crece
nuestra admiración para este hombre que en forma tal conoce todos los
secretos del sibaritismo. No hay en nosotros una sola fibra que no vibre
en una sinfonía de todos los sabores agradables.
Unicamento Gonzalo Abello, el discípulo predilecto del anfitrión, no se
sorprende de nada, porque para él -¡oh favorecidos por los dioses!-
este fausto gastronómico es habitual. Con la misma delectación traza una
punzante caricatura que prepara una crema helada.
Y
comiendo así, de esta manera escogida y delicada, parece complementaria
la conversación sobre las cosas superiores. La emoción nacida de un
cuadro de Taibo, por ejemplo, ganaría en intensidad cerca del pavo
dorado que nos sirven, decorado por el rutilar del vino de Málaga que da
á las copas apariencias de gemas enormes. Hablamos, pues, de los
cuadros del artista, de sus luchas, de sus éxitos, de su labor futura.
Pero la más bella obra de Taibo no está en su estudio de París ni figuró
en la exposición tan alabada por los inteligentes cortesanos.
La obra más perfecta, la más bella, está frente á nosotros. Se llama
Raymonde, tiene seis años, el cabello rubio y los ojos serenos y dulces
del color de los lagos bajo los sauces. La niña es semejante á una
muñeca extraordinaria con ademanes de persona mayor de una encantadora
precocidad. Se ha puesto una dalia en el hombro y aunque apenas entiende
nuestro francés de bachiller aprovechado, sonríe amablemente perdonando
la torpeza y agradeciendo el esfuerzo de quien intenta hacerse
comprender. Y al fin, toda la admiración de los comensales es para la
pequeña gallega nacida en París, á quien los alemanes tuvieron unos días
prisionera en las orillas del Marne.
Gran señor
Henos
ya de nuevo en el coche, en el retorno hácia la urbe. La tarde se
adormece en la selva y sobre la montaña se asoma la luna para bañar en
su luz á las ninfas del bosque que los faunos persiguen embriagados por
el perfume de las zarzas en flor.
Imaxe de Manuel Barbeito Herrera, o autor deste artigo |
Sentimos, gran señor, que el espíritu quedóse prendido en la red sutil
que las hadas benéficas tendieron de árbol á árbol en torno al pazo
montañés. Debiéramos renunciar á todo bien, seguros de no hallar otro
mayor, y permanecer ya siempre aquí, entre las montañas empenachadas por
el verdor de los pinos, sumidos y ocultos en la maravilla de la umbría.
Porque prendió en nuestro corazón la mansedumbre de los sanos de
pensamiento. Porque aquí no puede llegar la falsa alegría de la ciudad,
con sus ansias, sus pasiones y su hálito mefítico. Porque á la luz de la
luna nos habló el hada madrina de nuestra infancia. Porque aquí, noble
hidalgo, no hay periódicos, ni luz eléctrica, ni cuellos endurecidos por
el almidón, ni automóviles estrepitosos, ni trenes horripilantes y
febriles.
A esta hora, el abad de Lañas y el abad de Armentón dejarían el
breviario para dedicarse al placer del tresillo y acaso Pepa, la perra
inquieta y minúscula que vigila los salones del pazo, ladraría á la
sombra de Cambón, parado y espectante junto á la cancela.
M. BARBEITO Y HERRERA.
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